Cómo no recordar la revolución

Por Lina Attalah para Al Jumhuriya

Sín título [Fuente desconocida]

[Nota de la editora: Este artículo es el primero de una serie publicada en colaboración con Mada Masr para conmemorar el décimo aniversario de la revolución egipcia. También está disponible en árabe.]

Es el décimo aniversario de la Primavera Árabe, y no podemos evitar el acto de recordar. Sin embargo, en lugar de reproducir los modos fáciles de la nostalgia o el lamento trágico, optamos por recordar con un ojo en el presente y el futuro. Nos preguntamos cómo el paso del tiempo cambia nuestra comprensión del acontecimiento revolucionario; si lo que ocurre desde entonces, en palabras y hechos, equivale a una tradición revolucionaria árabe; y qué espacios de micropolítica surgieron después de 2011 y reconfiguraron el significado de la política en la región. En esta doble invocación a los muertos y a los vivos, pretendemos confrontar viejas y nuevas cuestiones de la historia y el reconocimiento del pasado; de la ideología, la organización y la identidad nacional; y de aquellos ámbitos específicos de contestación que constituyen nuestra política cotidiana hoy y que podrían ayudarnos a reimaginar ciertos futuros posibles.

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Preñada como estaba de una esperanza exuberante y de una brutalidad sin límites, es como si la época revolucionaria árabe nos hubiera encerrado desde entonces en un agotado círculo discursivo sobre el éxito y el fracaso. Esta breve serie de ensayos, surgida de varias conversaciones entre los autores, es un primer intento de salir del bucle. Se trata de una invitación a reflexionar sobre el pasado como historia, desafiando en el proceso las narrativas revolucionarias o post-revolucionarias, eludiendo los silos faccionales y/o nacionales, y poniendo en primer plano a las dinámicas, temas y voces hasta ahora inadvertidas. Siendo plataformas producidas en gran parte por el impulso de 2011, somos especialmente conscientes de la fatiga y la reiteración que los debates y las menciones de la Primavera Árabe suscitan entre nuestras comunidades de escritores y lectores. Esto también forma parte de la brutal cotidianidad que experimentamos al intentar reflexionar con el ángel de la historia.

*

Hay algo agotador en la forma en que se recuerda la Primavera Árabe. Hay algo agotador en el propio acto de recordar. Diferentes periodistas me hacen preguntas idénticas para producir contenidos para el décimo aniversario. No siento que mis respuestas importen. La historia está en cierto modo preescrita; la revolución terminó y debo confirmarlo de algún modo en mis respuestas.

Pero mis respuestas sobre el final y la derrota no llegan, y no es por una esperanza ciega o por ingenuidad política, sino por una cierta ceguera conceptual que se proyecta sobre toda la conversación. Una vez, en un intento de expresar con franqueza lo que siento, traté de llevar a mi entrevistada a una zona metafísica, en la que le hablé de un hechizo que nos acompaña sin que lo sepamos realmente, y de la redención que experimentamos cuando tomamos conciencia de él. Le dije que así es como se siente una reliquia de la revolución para mí. No creo que me haya entendido, e incluso percibí que pensaba que estoy perturbada.

A principios del año pasado, nuestra amiga Salma Shamel inició generosamente un grupo de lectura sobre las obras de Walter Benjamin; no sólo para estudiarlas, sino para abordarlas como método epistemológico. La invitación respondía a mi constante necesidad de espacios de praxis para seguir haciendo lo que hago con un mínimo de sentido. Poco después de que empezáramos a leer juntas, nuestros encuentros nocturnos semanales se convirtieron en una encarnación de aquello para lo que Benjamin quizás nos convoca: ¿Cómo redimir un fragmento de la historia para responder a las necesidades del presente?

Recurrir a lo que escribe Benjamin se convierte en un intento de responder a una cierta necesidad actual y urgente; una necesidad de entender de nuevo, o de entender de otra manera, o de contrabandear la comprensión de los procesos y formas de conocimiento predominantes, con todo lo que incluyen en cuanto al acto de recordar. Hay puntos en los que asumo mi costumbre de contemplar la propia condición en la que se desarrolla un proceso; somos un grupo de estudiosos, escritores, artistas y periodistas, luchando mentalmente por entender unos escritos crípticos que nos llegaron desde los años 40 traducidos de su lengua original mientras la mayoría los leemos en su segunda lengua. A veces, sentimos la victoria de la llegada y el asentamiento de un determinado significado, y otras nos quedamos en nuestras especulaciones, mientras leemos la misma línea una y otra vez, esperando otra llegada. La energía de esta condición me parece bastante adecuada para el momento y la crisis que conlleva: ¿Cómo podemos ser hoy? ¿Y cómo puede emanar nuestra política del intrincado acto de desenterrar y comprender la compleja y multicapa de la realidad, lejos de lo que damos por sentado, teórica y prácticamente? ¿Y dónde encaja la historia en esta cartografía?

Benjamin escribió su texto sobre el concepto de historia en 1940, compuesto por veinte fragmentos. Nos detenemos en cada uno de ellos a lo largo de varias sesiones. Escribió el texto antes de huir de Francia mientras los ciudadanos judíos eran entregados a la Gestapo nazi y de suicidarse poco después, y se lo envió a su amiga Hannah Arendt, aunque no con el propósito de publicarlo. Arendt cruzó la frontera francesa y llegó a la orilla española del Mediterráneo, donde su amigo estaba enterrado; lo visitó y entregó una copia del texto a sus compañeros, y de ellos, Theodor Adorno se encargaría de la publicación.  

«Sobre el concepto de historia» puede ser un texto que responda a la necesidad de plantear, entre otras, dos cuestiones: ¿Cómo podemos adaptar los conceptos de tiempo, y de temporalidad, a nuestras realidades actuales y a nuestros compromisos políticos? ¿Y cómo podemos tratar el pasado desde un punto de vista político, más que histórico?

Los fundamentos del concepto de historia de Benjamin consisten en liberarnos de nuestro compromiso con la linealidad de la historia y la visión del tiempo como algo vacío y homogéneo. En su lugar, se trata de captar fragmentos que se cruzan con nuestro presente. Estos fragmentos se nos presentan en momentos de necesidad, en momentos de crisis, y es entonces cuando la intersección entre el pasado y el presente se convierte en un momento intensificado en el tiempo, un momento político.

Estoy releyendo «Sobre el concepto de historia» cuando un amigo recuerda que formó parte del Comité Popular de Maadi para Salvaguardar las Conquistas de la Revolución en 2011. Me detengo en este acto de memoria y me pregunto: ¿Cómo afectó la hegemonía de un relato lineal centralizado de la revolución a estos márgenes, a estos fragmentos en los que no nos detuvimos demasiado tiempo? Hay algo a la vez poético y triunfante en el propio nombre de este comité, por no hablar de algo profundamente político. Me pregunto si el Comité Popular de Maadi para Salvaguardar las Conquistas de la Revolución fue tal vez la micropolítica invisible a través de la cual podríamos haber reordenado nuestra comprensión del gran espectáculo revolucionario. Dejando a un lado el nombre, ¿qué hacía este comité por aquel entonces? ¿Quiénes eran sus miembros? ¿Cómo se organizaban y trabajaban? ¿Cuáles eran sus objetivos? ¿Y cuál era su relación con el barrio de Maadi en una revolución en la que la plaza Tahrir dominaba su imaginario geográfico – y político -? ¿Qué nos dice este comité de la relación de lo local con lo político? ¿Qué podría haber sucedido si le hubiésemos asignado más espacio en el relato histórico de la revolución?

El Comité Popular de Maadi para Salvaguardar las Conquistas de la Revolución parece ser una desviación de la épica de 2011 tal y como la conocemos. Benjamin nos habla de desviaciones y caminos que no tomamos, y nos hace preguntarnos qué posibilidades se inhalan ahí dentro. Hay otro tipo de comité popular que resurge a la memoria desde el inicio de los dieciocho días de protestas, cuando la policía se retiró de las calles. Se encargaron de mantener el orden y la seguridad en diferentes barrios. Las diferencias geográficas, demográficas, de género y de clase, entre otras, animan los cuerpos de estos comités que, en conjunto, forman un índice de la realidad política. El poder aflora cuando estos comités asumen el poder estatal internalizado al defender sus barrios de los saqueadores y del estado general de caos; los del barrio acomodado de Zamalek utilizan balsas y pistolas, y los del barrio de bajos ingresos de Imbaba se mantienen con sus masculinos y extensos cuerpos y sus porras. Estos comités se convierten en un margen al que no miramos a menudo cuando entramos y vamos a Tahrir, quizás porque es un detalle confuso, que nos aleja de la aparente armonía de la plaza. La aparente armonía de la plaza se extiende hasta abarcar claras líneas de falla de camaradería y enemistad. Algo en esta condición me hace pensar en los antiguos camaradas de Benjamin, Adorno y Gershom Scholem, quienes, según se dice, omitieron de su correspondencia algunas cartas que escribió al conservador Carl Schmitt. Benjamin sentía curiosidad por Schmitt, y la correspondencia entre ellos muestra un interés mutuo en un intercambio de lecturas. Algunos atribuyen este interés intelectual a las inclinaciones teológicas de Benjamin, que comúnmente, pero de forma inexacta, se contraponen a sus opiniones sobre el materialismo histórico. Al margen de la mediación de Scholem y Adorno para que nos llegue por escrito un Benjamin progresista , ¿qué nos dice su acercamiento a Schmitt? ¿Es una sensibilidad lo suficientemente elástica como para extenderse al binario revolución-contrarrevolución que busca inventar el confort en unas fronteras imaginarias? ¿Qué pasa si no hay fronteras?

Hay un acto de abrir habitaciones cerradas de la historia al recordar los comités populares en sus diferentes configuraciones. Benjamin nos dice, de estas habitaciones, que podrían ser los contenedores de un futuro que deberíamos redimir. Hay que dejar de mirar el pasado como una imagen eterna, sino como un conjunto de experiencias en curso.

Estoy sentado al otro lado de la llamada esperando que termine la inevitable pregunta de esta entrevista: ¿Ha terminado la revolución? Podría decir «sí» y terminar. Y temo pronunciar un «no» y parecer ingenua. Pero hay una cierta exactitud intelectual, y también una liberación intelectual, en retirarse de una versión de la historia que es completa y cerrada. Intento encontrar palabras para describir la continuación del pasado a través de este acto de capturar sus fragmentos en el presente, en el apogeo de la crisis, en el máximo sentimiento de bloqueo. Intento decir que lo político se encuentra en algún lugar de ese acto. No sé si al final utilizará mis palabras. Al fin y al cabo, se cumple una década, y una década parece un monumento, y un monumento indica algo muerto.

Tal vez tengamos que superar este aniversario y todos los demás aniversarios.

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Lina Attalah es la editora en jefe de Mada Masr.

N.d.T.: El artículo original fue publicado por Al Jumhuriya el 25 de enero de 2021.

La identidad como narrativa: relatos y autoconstrucción después de la Primavera Árabe

Por Wendy Pearlman para Al Jumhuriya

Diseño con siluetas en negro y amarillo sobre fondo verde. [Autor/a desconocido/a/ Imagen aportada por Al Jumhuriya]

Nota de Editor: Este artículo es el octavo de una serie publicada en colaboración con Mada Masr para conmemorar el décimo aniversario de la revolución egipcia. También está disponible en árabe.]

¿Qué significa la Primavera Árabe para quienes la vivieron? Diez años es insuficiente para sacar conclusiones sobre este desarrollo aún en curso. Una forma de abordarlo, sin embargo, es a través de lo que los psicólogos de la investigación denominan ‘identidad narrativa’. La teoría de la identidad narrativa propone que las personas llegan a ser quienes son a medida que se ubican a sí mismos en historias. Desde este punto de vista, las narrativas personales sobre los levantamientos árabes son actos, no simplemente de recuerdo, sino también de autodefinición dinámica. Es a través de tal narración que los individuos responden activa y continuamente a la pregunta: ‘¿quién soy yo?’

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Conceptualizar la identidad como una narrativa ofrece una alternativa útil. Ésta visión se contrapone a las tendencias convencionales para equiparar la identidad con la pertenencia a un grupo social, o con características como la etnia, la religión o la nación. Por el contrario, un enfoque narrativo trata la identidad como un proceso continuo. Para citar a la psicóloga Monisha Pasupathi, «la identidad no es algo que las personas construyen y luego poseen, sino que […] es un problema que debe resolverse de manera continua a lo largo de la vida de los individuos”. Centrarse en la narrativa, también discute con aquellos que argumentan que el propósito principal de la identidad es la necesidad de los humanos de separarse a sí mismos y a los demás en grupos de amigos y grupos externos de enemigos. Entender la identidad como la historia en evolución que la gente cuenta sobre sí misma insiste en cambio en que la función principal de la identidad es la creación de significado.

Para ilustrar la utilidad de este enfoque, me basaré en mi proyecto en curso en el que entrevisté a cientos de refugiados y migrantes sirios alrededor del mundo. Breves extractos de tres entrevistas abordan tres esferas principales de la experiencia que millones de sirios atravesaron desde 2011. Cada ejemplo ofrece una idea de cómo el pensamiento de uno sobre el propio pasado contribuye a construir la identidad en el presente. Por lo tanto, señala cómo recordar la Primavera Árabe sigue siendo una parte dinámica de la formación de la identidad, diez años después.

La primera experiencia es la protesta. Aquí, Sara recuerda haber decidido participar en una manifestación por primera vez:

“Me detuve en la puerta y me pregunté: ¿Estás lista para soportar las consecuencias o no? (…) Te ponés del lado de tu gente. Estás defendiéndote a vos misma, porque sos parte de esas personas (…) Antes de eso, te sentías rota. Siempre decías ‘sí’. Esta fue la primera vez que dijiste ‘no’. (…) Esa primera manifestación fue el evento más hermoso de mi vida. Fue como el día en que nací (…). Lo más importante en esta etapa es proteger la última esperanza que le queda a la gente (…) y recuperar la confianza en nosotros mismos. Confianza en que todavía podemos decir ‘No’ y que, en algún momento, triunfaremos”.

En el relato de Sara, la disidencia es fundamental para su sentido de sí misma posterior a 2011. Esto se refleja en la idea de que su primera manifestación fue similar a un renacimiento. La esencia de su nueva identidad es su capacidad para rechazar un sistema brutal y corrupto. Los últimos diez años golpearon su optimismo sobre las perspectivas de derrotar ese sistema. Mientras conserve la capacidad de decir ‘no’, sin embargo, seguirá siendo la persona en la que se convirtió durante la Primavera Árabe.

La segunda experiencia es la represión. Aquí, Alaa reflexiona sobre su breve encarcelamiento por parte del régimen sirio:

“El segundo o tercer día, miré alrededor de la celda y pensé (…) que estas personas hallaban algún tipo de significado en la vida diaria. Esa es la explicación a la que llegué después de años de pensarlo. Hay un significado más profundo que encontrás en el sufrimiento. No suelo hablar de prisión. Pero estoy en un punto en el que debo hacerlo. Me doy cuenta de que tengo muchas creencias e ideas derivadas de esa muy corta experiencia (…). Ahora estoy en un lugar donde soy feliz. Pero no creo que el objetivo de la vida sea perseguir la felicidad. Es perseguir un significado. Hay un significado en la familia. Hay un significado en el amor. Personalmente, considero que la responsabilidad es muy significativa. Ya sea en mi carrera o simplemente hablando con un amigo que está pasando por un momento difícil.”

Para Alaa, sufrir la violencia estatal durante la Primavera Árabe es un punto de inflexión en su despertar hacia un nuevo sentido de propósito. El mismo proceso de narrar esa experiencia lo ayuda a entenderla de nuevas formas. Esa comprensión, a su vez, es parte integral de quién es y lo que hace, tanto en lo grande como en lo pequeño.

La tercera experiencia es el desplazamiento. En este caso, Medea considera la huella de 2011 en la manera en que está navegando el exilio:

“Me convertí en quien soy a causa de la revolución. Me hizo una mejor persona. Antes era un poco conservadora. Solo interesada en cosas pequeñas. Limitada. Homofóbica. Sin esta revolución, iba a ser ama de casa en Homs, criar a mi hija para que se preocupara por su belleza y encontrar un marido rico. Ahora, cuando mi hija me pide mi opinión, le digo: sos libre. Intento enseñarle a mi hija: Nunca juzgues. Especialmente en Berlín. En Berlín podés ser vos misma (…) Me sentí en casa dos veces en mi vida. En Homs, cuando empezó la revolución. Y acá en Berlín.”

Medea aprecia Berlín no porque de alguna manera la haya liberado, al contrario de lo que podrían creer algunos europeos o norteamericanos. Más bien, porque Berlín ofrece un espacio donde puede encarnar la misma libertad y autenticidad que descubrió en la revolución siria. La Primavera Árabe la ayudó a ser la persona que es, y sigue viva en quien está criando en su hija.

Estas son solo tres imágenes entre innumerables ejemplos en todos los medios imaginables en los que las personas transformadas por la Primavera Árabe dan voz a sus experiencias. Muestran cómo las revoluciones continúan propagándose no solo a través de los macroprocesos que rehacen la política en Medio Oriente, sino también de las micropolíticas de los individuos que se abren camino en el mundo. También sugieren que contar su historia es nada menos que formar su propia identidad e insistir en el derecho a hacerlo. Y ese sigue siendo uno de los mayores legados de 2011, diez años después.

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Wendy Pearlman es Doctora por la Universidad de Harvard y Profesora de Ciencia Política en la Universidad de Northwestern Union. Su investigación se enfoca en políticas comparadas de Medio Oriente, movimientos sociales, violencia política, refugiados y migración, emociones y movilización y el conflicto árabe-israelí. Es autora de cuatro libros y numerosos artículos académicos.

N.d.T.: El artículo original fue publicado por Al Jumhuriya el 10 de febrero de 2021.

Una década de protestas árabes culmina un siglo de estatidad irregular: Parte II

Por Rami G. Khouri para The New Arab

Las protestas en Argelia, Líbano, Sudán e Irak se reanudarán cuando las condiciones lo permitan [TNA illustration/Getty]

Nota del editor: Este artículo forma parte de nuestra serie especial sobre el décimo aniversario de la Primavera Árabe. Puede acceder al resto de la serie en este portal, que se actualiza periódicamente.

Esta es la segunda parte. Lea la Parte I aquí.

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Balance de una década sin precedentes

El balance es heterogéneo. Túnez y Sudán lograron la democracia o una transición hacia ella, pero ambos se encuentran en una situación frágil. Yemen, Siria, Libia e Irak siguen sumidos en guerras internas o regionales. Monarquías como Arabia Saudí, Baréin, Emiratos Árabes Unidos y, Marruecos y Jordania en menor medida, prohíben la protesta pública o sólo permiten gestos simbólicos que no amenacen la estructura de poder. Las potencias extranjeras participan con frecuencia en las guerras y en el refuerzo de los autócratas árabes.

Leer más: El precio de la resistencia árabe

Los países más importantes a seguir hoy son aquellos en los que las protestas de 2019-20 se reanudarán con toda seguridad cuando las condiciones lo permitan: Argelia, Líbano, Sudán e Irak. Todos sus levantamientos provocaron concesiones estatales limitadas sin ningún cambio real en el ejercicio del poder; sólo las protestas de Sudán obligaron al régimen militar que derrocó al Presidente Omar Hassan Bashir, a negociar una transición gradual a un sistema democrático. Este acuerdo es muy frágil, ya que las alas civil y militar de la autoridad de transición están a menudo en desacuerdo – como en el caso de la normalización con Israel – y la economía sigue en una situación desesperante.

El estancamiento y la pausa hacen que los activistas reevalúen sus tácticas y estrategias, y muchos abogan por organizarse en las bases y a nivel nacional para crear partidos o movimientos políticos que puedan competir en futuras elecciones. Está claro que las protestas callejeras y las interrupciones de la vida normal no hicieron que los regímenes cedan el poder, y los actores extranjeros no están interviniendo para salvar las economías en colapso. La mayoría de las élites y los manifestantes árabes se dan cuenta de que están solos, porque la región árabe en su conjunto, en su mayor parte, perdió su relevancia estratégica para las potencias extranjeras. Las potencias que sí intervienen -como Rusia en Siria- lo hacen para mantener el orden autocrático que sirve a sus intereses estratégicos.

El cambio menos visible, pero quizá el más significativo de la última década, que podría definir el futuro del gobierno político en las sociedades árabes, es la comprensión por parte de los individuos y las masas de que no están indefensos ante sus regímenes gobernantes, sino que pueden organizarse y protestar e intentar definir su propio futuro. Ese sentido de agencia y de cambio, a través de la acción política, nunca había existido a gran escala y ahora impregna a cientos de millones de hombres y mujeres corrientes de todas las edades. Cuando se movilice de nuevo, es probable que tenga más impacto que en esta década.

Lecciones de un levantamiento en espera

Las principales lecciones parecen tratarse del equilibrio de poder entre las dos fuerzas que se enfrentan: los manifestantes que salieron espontáneamente a la calle para destituir a sus gobiernos, pero que no dominaban las llaves del éxito, y la élite del poder que gobernó durante décadas y que luchará por mantenerse en su lugar, aunque lidere sociedades destrozadas como Siria, Yemen y Libia. La década 2010-20 es la última y más robusta, pero no la última etapa de las transiciones árabes hacia la democracia y la estabilidad.

Los enfrentamientos se reanudarán en la post pandemia del COVID-19, porque todas las condiciones subyacentes de desesperación ciudadana que impulsaron los levantamientos siguen deteriorándose. A medida que el bienestar de los ciudadanos cae en picada y la pobreza y la vulnerabilidad se extienden a más del 70% de la población, la confianza en los gobiernos se desvanece y el apoyo popular a las revueltas aumenta.

Estas tendencias se confirman repetidamente en las encuestas de opinión. La última encuesta regional, realizada por el Centro Árabe de Investigación y Estudios Políticos, con sede en Doha, mostró que los ingresos de los hogares son insuficientes para casi el 75% de las familias. Uno de cada cinco árabes quiere emigrar, y casi uno de cada tres jóvenes de 18 a 34 años quiere marcharse definitivamente. Alrededor de la mitad de la población ve negativamente la actuación del gobierno, más del 90% considera que la corrupción es frecuente y menos de un tercio considera que el estado de Derecho se aplica por igual a todos los ciudadanos.

Estas realidades explican que el 58% de toda la región vea las revueltas de forma positiva, y que en los cuatro países donde continúan las protestas el apoyo de la población oscile entre el 67 y el 82%. El deseo generalizado de cambio no hace sino intensificarse a medida que las condiciones económicas se deterioran y los gobiernos parecen despreocuparse del sufrimiento de sus ciudadanos. La agitación ciudadana por un cambio profundo persistirá, aunque hoy no está claro en qué forma, debido al limitado impacto del activismo de la última década.

Deberíamos considerar los levantamientos revolucionarios en tierras árabes como elementos dramáticos en el proceso de construcción del Estado que comenzó hace un siglo, pero que nunca llegó a consolidar sus resultados en la mayoría de los casos porque los ciudadanos de a pie nunca tuvieron la oportunidad de dar forma a las decisiones sobre los valores o las políticas nacionales. Los levantamientos lanzaron el mensaje de que los ciudadanos necesitan bienestar material, oportunidades y seguridad, así como elementos intangibles como dignidad, respeto, voz e identidad. Seguirán haciéndolo de nuevas maneras, con una conciencia mucho mayor de cómo enfrentarse al obstinado poder del Estado.

Ahora que el sistema de Estados árabes entra en su segundo siglo de construcción estatal, la ciudadanía ansiosa y decidida que luchó por una vida mejor en la década de 2010-20, intentará asegurarse de que finalmente se ejerza su derecho a la autodeterminación nacional y su participación en ella.

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Rami G. Khouri es Director de Compromisos Globales y miembro superior de políticas públicas en la Universidad Americana de Beirut, y miembro superior no residente de la Harvard Kennedy School.

N.d.T.: El artículo original fue publicado por The New Arab el 15 de diciembre de 2020

Una década de protestas árabes culmina un siglo de estatalidad irregular: Parte I

Por Rami G. Khouri para The New Arab

Los regímenes de Túnez, Egipto, Libia y Yemen cayeron durante la Primavera Árabe [TNA Illustration/Getty]

Diez años de juventud: Las protestas revolucionarias árabes

Cuando se cumple una década de las protestas árabes que exigieron reemplazar sistemas de gobierno enteros por otros más eficientes, democráticos y transparentes, el balance general de los levantamientos parece escaso. 

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Sólo Túnez hizo la transición a una democracia constitucional, y Sudán está inmerso en una frágil conversión hace 3 años. Las principales protestas nacionales siguen definiendo a Líbano, Sudán, Irak y Argelia, mientras que Libia, Siria, Irak y Yemen sufren graves enfrentamientos entre fuerzas locales y extranjeras. La mayoría de los restantes países árabes regresaron a un régimen autocrático más estricto que debilita las libertades personales.

Luego de una década de protestas, esta visión convencional de la región árabe es incompleta. Un análisis más exhaustivo reconocería que los cambios importantes que afectarán a la gobernanza futura, continúan ocurriendo en toda la región. Diez años no es tiempo suficiente para evaluar de forma creíble estos levantamientos revolucionarios árabes. “Levantamientos” porque son protestas civiles espontáneas, y “revolucionarios” porque tienen como objetivo cambiar totalmente el sistema de gobierno y las relaciones ciudadano-Estado, incluyendo los valores y acciones de los ciudadanos, tomados individualmente. 

Para empezar, es importante captar dos marcos de tiempo que llevaron al levantamiento árabe: primero, los 50 años transcurridos desde 1970, durante los cuales los gobernantes militares que tomaron el poder en toda la región utilizaron la riqueza petrolera para institucionalizar sistemas autocráticos, mayormente corruptos e ineficientes; y segundo, los 100 años desde la Primera Guerra Mundial que dieron origen al sistema estatal árabe moderno, que experimenta en gran medida un Estado errático y una soberanía débil, especialmente en las últimas décadas.

Los levantamientos árabes son un reflejo de los movimientos Black Lives Matter (Las vidas negras importan) y #MeToo (Yo también) de los Estados Unidos, que tampoco estallaron  del vacío. Por el contrario, surgieron de un legado frustrado de repetidas protestas en los Estados Unidos durante el siglo pasado, y se encendieron después de los recientes actos atroces de brutalidad física y socioeconómica persistentes. Las revueltas árabes, también se producen tras décadas de protestas fallidas de menor envergadura por parte de ciudadanos indefensos políticamente contra la discriminación, la desigualdad y el aumento de la pobreza y la desesperación.

En su amplitud, profundidad, longevidad, demandas y acción política, los levantamientos árabes son parte del proceso largamente negado de autodeterminación nacional y construcción del Estado que las ciudadanías árabes anhelan y que ahora intentan aprovechar -con resultados dispares- en esta primera etapa de acción colectiva en la calle.

Nuevas alianzas y aspiraciones: el pueblo como actor político

Esta década de levantamientos es históricamente significativa por varios aspectos únicos que la región nunca había experimentado en una escala tan grande y sostenida. Lo más llamativo es su continuidad. Las protestas contra el gobierno estatal se produjeron, desde 2010, en la mitad de los 22 países de la Liga Árabe, incluidas algunas monarquías y Estados ricos en petróleo. La propagación regional se corresponde con las quejas a nivel nacional de una mayoría de ciudadanos dentro de cada país.

Esto fue evidente en Líbano, Argelia, Irak y Sudán recientemente, donde diferentes grupos sectarios, étnicos, ideológicos y regionales que, ocasionalmente, demandaban por separado, ahora se unieron en protestas nacionales únicas y coordinadas. Aprendieron que todos sufren las mismas tensiones y desigualdades: la falta de empleo, salarios bajos, sistemas de educación y servicios de salud deficientes, el aumento de la inflación y la pobreza, economías en implosión, la corrupción desenfrenada y una cultura general de funcionarios indiferentes y / o incompetentes.

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Las preocupaciones comunes de los manifestantes que buscan un sistema de gobierno totalmente nuevo, se hacen evidentes en las demandas idénticas que plantean en cada país. A diferencia de las protestas espontáneas de 2010, que pedían nociones amplias de dignidad y justicia social, las demandas de hoy buscan una serie de pasos transformadores específicos para crear gobiernos más eficientes, democráticos y responsables bajo el estado de derecho. Estos incluyen: la renuncia de todos los altos funcionarios gobernantes, un gobierno de transición para celebrar nuevas elecciones parlamentarias y presidenciales, una nueva constitución que garantice los derechos de los ciudadanos, un poder judicial independiente y mecanismos de anticorrupción, y el enjuiciamiento de ex funcionarios que devastaron a la sociedad y a la economía que se enriquecieron en el proceso.

Las protestas actuales son llamativas también, por reunir a diferentes grupos con una amplia gama de quejas que anteriormente habían planteado por separado y, casi siempre, sin éxito. Ambientalistas, activistas por la justicia social, los derechos de  género y de las minorías, y el estado de derecho democrático, entre otros, se unieron durante meses para presionar por una gobernanza que los tratara a todos de manera equitativa.

Individuos y grupos organizados trabajaron juntos en plazas públicas para expresar sus quejas y trazar soluciones para los nuevos Estados que buscaban construir. Esto generó dos nuevos fenómenos importantes: muchas personas que nunca se expresaron en público se unieron a las protestas y se convirtieron en actores políticos – como estudiantes, maestros y residentes de provincias remotas -; y, la mayoría de ellos, por primera vez en sus vidas, experimentaron la contribución a la configuración de su nuevo gobierno anticipado y a las nuevas políticas nacionales.

Los ciudadanos activistas, también crearon nuevas organizaciones para reemplazar a las instituciones estatales moribundas y corruptas, como organizaciones de medios de comunicación, sindicatos profesionales y centros comunitarios de autoayuda.

Sin embargo, junto a estos y otros signos del lento nacimiento de un nuevo ciudadano árabe, los últimos años también vieron la respuesta brutal de regímenes y grupos sectarios que se niegan a compartir o ceder el poder. En todas partes, en el Líbano, Siria, Jordania, Irak, Argelia, Sudán, Marruecos y otros, regímenes arraigados durante mucho tiempo reaccionaron a los levantamientos iniciales con promesas de reformas limitadas, incluido un nuevo primer ministro, nuevas elecciones o más gasto social.

Los manifestantes los rechazaron y tildaron de insultos que perpetuaban la estructura de poder y sus políticas fallidas, y continuaron manifestándose para derrocar a todo el gobierno. La élite del poder y sus matones y las milicias sectarias reaccionaron con brutal fuerza política o militar. Dispararon y mataron a cientos de manifestantes, encarcelaron o acusaron a referentes, quemaron campamentos de protesta y permitieron que las economías moribundas avanzaran aún más, lo que llevó a más familias a la pobreza y la desesperación. 

Las duras respuestas del Estado no sofocaron las protestas, pero la pandemia del coronavirus de marzo de 2020, sí lo hizo. Durante la mayor parte de 2020, la ira y el miedo de los ciudadanos no lograron forzar nuevas políticas estatales, ya que la presión pública de las protestas callejeras se disipó.

Cuando la ralentización económica inducida por la pandemia de COVID-19 y la preocupación por la salud acabaron por detener la mayoría de las protestas, algunos gobiernos intentaron utilizar sus respuestas al coronavirus para generar una nueva legitimidad entre los antiguos partidarios que, a menudo se habían unido a las protestas, y que veían cómo sus propias perspectivas de vida se iban reduciendo mes a mes.

Los manifestantes de toda la región árabe están hoy en pausa, esperando el fin de la amenaza del coronavirus y aprovechando el tiempo para reevaluar sus estrategias, fortalezas y debilidades, de modo que estén mejor preparados cuando se reanuden las protestas políticas, lo que ocurrirá, en algunas formas que quizá no comprendamos hoy.

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Rami G. Khouri es Director de Compromiso Global y miembro Senior de políticas públicas en la Universidad Americana de Beirut. Asimismo es miembro senior no residente en la Harvard Kennedy School.

N.d.T.: El artículo original fue publicado por The New Arab el 15 de Diciembre de 2020. Este artículo es parte de una serie especial sobre el décimo aniversario de la Primavera Árabe. Se puede acceder al resto de la serie en este portal actualizado periódicamente. 

La parte II se puede leer en el siguiente link:  https://english.alaraby.co.uk/english/comment/2020/12/16/arab-protest-and-erratic-statehood-part-ii

Mohamed Bouazizi, 1984-2011: El fuego que encendió la Primavera Árabe

Por Sarah Khalil para The New Arab

Cartel con la imagen de Mohamed Bouazizi, vendedor ambulante tunesino. [Autor desconocido/Getty]

[Nota del editor: este artículo es parte de nuestra serie especial sobre el décimo aniversario de la Primavera Árabe. Se puede acceder al resto de la serie en este portal actualizado regularmente.]

Para muchos era una típica mañana de viernes en Sidi Bouzid, una pequeña ciudad en el corazón rural de Túnez. Era habitual ver a los vendedores ambulantes asolados por la pobreza vendiendo sus mercancías al lado de la ruta, y también lo era la visión de los oficiales de policía acosándolos en busca de sobornos.

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Pero cuando Mohamed Bouazizi, de 26 años, gritó ‘basta’ después de que un grupo de oficiales pusiera sus ojos en su carrito de frutas y en sus escasos ingresos, el día se tornó atípico.  Diez años pasaron desde aquella mañana de diciembre, cuando el curso de la vida cotidiana estalló en una conflagración que cambió para siempre el mundo árabe.

Bouazizi, un vendedor ambulante tunecino nacido en la penuria económica, se prendió fuego frente a la oficina del gobernador provincial de Sidi Bouzid el 17 de diciembre de 2010. Había sido hostigado repetidamente por oficiales municipales durante el día, aparentemente porque no tenía permiso para vender sus productos en las calles. Sin embargo, lo más probable es que fuera porque no tenía dinero para un soborno.

Con su fruta y su carro confiscados, y con funcionarios de la oficina del gobernador negándose a escuchar sus súplicas, Bouazizi se mantuvo erguido en la carretera mientras el tráfico pasaba a su lado, se roció con gasolina y se prendió fuego. Permaneció en coma hasta su muerte el 4 de enero de 2011.

La auto inmolación de Bouazizi se extendió por Túnez y el mundo árabe, inspirando movimientos y levantamientos pro democráticos que vieron la caída de un dictador árabe tras otro. En el aniversario de la auto inmolación de Bouazizi, y el nacimiento de la Primavera Árabe, The New Arab describe la vida de un vendedor ambulante cuyas acciones aún resuenan alrededor del mundo árabe hoy.

El fantasma de la pobreza 

Bouazizi nació el 29 de marzo de 1984 en el pequeño pueblo de Sidi Salah, cerca de la ciudad de Sidi Bouzid. Junto con sus seis hermanos, su familia vivió en circunstancias modestas durante sus primeros años.

Su padre trabajaba como obrero y la pobreza siempre estuvo a la vuelta de la esquina, asomando su cabeza a lo largo de su vida. Al morir su padre de un ataque cardíaco, cuando Bouazizi tenía solo tres años, los ingresos familiares disminuyeron, y pronto todas las cargas recaerían únicamente sobre los hombros del niño.

Como ocurrió con muchos tunecinos, el joven Bouazizi pronto se convirtió en una fuente de apoyo económico para su madre y sus hermanos menores. Su breve educación en una pequeña escuela cerca de la ciudad se vio interrumpida por la exigencia de trabajar, y comenzando desde que tenía sólo 10 años. De adolescente vendía frutas y verduras de temporada en un carrito. Pronto, las circunstancias lo obligaron a abandonar la educación por completo en busca de un trabajo mejor remunerado.

No había indicios de éxito por ninguna parte. Sus solicitudes para puestos de trabajo eran rechazadas, algunos períodos trabajando con un tío debilitado por sus enfermedades terminaron cuando las deudas hicieron que se embargara la granja familiar. A sus veinte años, Bouazizi volvió una vez más a vender en las calles. Durante esos años, cuando la carga de ser el principal sostén de la familia pesaba cada vez más sobre los hombros de Bouazizi, los palacios de la élite tunecina se hacían más altos y anchos. El reinado del entonces presidente de Túnez, Zine El Abidine Ben Ali, que había comenzado con un golpe de estado en 1987, cursaba para entonces su tercera década.

En los años del asfixiante gobierno autoritario de Ben Ali, que vio a toda oposición eliminada, las clases cercanas al poder del régimen se enriquecieron mediante la corrupción y la malversación de fondos. Las disparidades en la riqueza se manifestaron de manera más llamativa por la propia familia y en el entorno político del presidente, en cuyas manos se encuentran muchas de las principales empresas del país, y en cuyas cuentas bancarias se concentraron gran parte de las riquezas de Túnez.

Al mismo tiempo, mientras la pobreza y el desempleo acechaban al país, las regiones rurales y ciudades como Sidi Bouzid se vieron especialmente afectadas. Para Bouazizi, los escasos ingresos que podía obtener procedían de su trabajo como vendedor ambulante, y así cuidaba de sus hermanos, incluyendo el financiamiento de la educación universitaria de su hermana. Pero la vida en la calle estaba repleta de hostigamiento.

Con los servicios de seguridad del país operando a menudo con impunidad, el propio Bouazizi vivió esos años sometido al acoso repetido de la policía y los inspectores de mercado, a menudo exigiendo sobornos a cambio de dejarlo en paz.

Un grito de desesperación

Así eran los días típicos de la vida de Bouazizi, hasta que el 17 de diciembre de 2010 una inspectora de mercado confiscó su carro y sus productos, alegando que no tenía el permiso requerido.

Desesperado por defender su derecho a ganarse la vida, Bouazizi entró en un enfrentamiento verbal con la oficial. Según testigos y relatos de sus familiares, luego de haber confiscado su carro, la oficial lo abofeteó. Con su producto arrebatado, el desesperado Bouazizi se dirigió a la jefatura provincial para quejarse y solicitar la devolución de sus bienes. Se le negó la audiencia.

Sin alertar a su familia, a las 11.30 am, una hora después de la confrontación inicial, se prendió fuego. La mecha de la creciente ira se encendió. La gente de Sidi Bouzid estalló. Los manifestantes se reunieron en las calles. Las acciones de la policía, siempre acostumbrada a reprimir revueltas con la mayor mano dura, solo hicieron que más personas salieran de sus casas en protesta. Siguieron los disturbios.

Durante los días posteriores a la auto inmolación de Bouazizi, los eventos en Sidi Bouzid se extendieron por todo el país. Las afirmaciones de que Bouazizi era un licenciado universitario que se había prendido fuego por la falta de empleo, aunque erróneas, alcanzaron nuevas marcas, ya que las masas tunecinas tanto urbanas como rurales, desde granjeros hasta graduados universitarios, salieron a las calles para protestar contra la corrupción del gobierno de Ben Ali. Bouazizi fue trasladado a un hospital cerca de Túnez. En un intento por sofocar la agitación, Ben Ali lo visitó en el hospital el 28 de diciembre de 2010. Era demasiado poco y demasiado tarde.

Mártir de la revolución

Bouazizi murió el 4 de enero de 2011. Para entonces, las protestas se habían extendido por todo el país. Las demandas de renuncia a Ben Ali, que sólo unas semanas antes habrían sido completamente impensables, ahora eran gritadas públicamente por miles en las calles de Túnez.

Los intentos de las autoridades de utilizar la fuerza para reprimir lo que se conoció como la Revolución del Jazmín provocaron protestas internacionales, y las pobres concesiones ofrecidas por Ben Ali y sus colegas no lograron aplacar la ahora envalentonada oposición. El 14 de enero, diez días después del fallecimiento de Bouazizi y menos de un mes después de esa atípica mañana de viernes, Ben Ali dimitió.

Desde 2010 hasta hoy, Bouazizi es celebrado como un héroe de la revolución tunecina. Si bien Túnez atravesó pruebas y adversidades importantes a medida que una sucesión de gobiernos trataron de lidiar con las secuelas del régimen de Ben Ali, el estatus distintivo del vendedor de frutas de 26 años permanece intacto.

En febrero de 2011, la plaza principal de Túnez ganó un nuevo nombre. Durante la mayor parte de los treinta años se la conoció como la Plaza 7 de Noviembre, marcando la fecha de 1987 en la que Ben Ali tomó el poder.

Hoy se erige como la Plaza Mohamed Bouazizi. Pero en las grandes plazas públicas y al costado de las carreteras de todo el país, otros vendedores ambulantes tienen la esperanza de que la suya nunca será la vida que una vez tuvo Bouazizi.

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Sarah Khalil es Magíster en Lingüística Aplicada por Birkbeck College, de la Universidad de Londres.

N.d.T.: El artículo original fue publicado por The New Arab el 17 de diciembre de 2020.