El rol neocolonial de Macron ofrece un salvavidas a la élite corrupta libanesa

Por Nizar Hassan para The New Arab

Macron asiste a una ceremonia para conmemorar el centenario del Líbano en el Bosque de la Reserva de Cedros de Jaj [Getty]

Hace un siglo, el 1 de septiembre de 1920, el alto comisionado francés, General Henri Gouraud, anunció la creación del Gran Líbano desde la Residencia Pine (N.d.T.: actual Embajada de Francia) en Beirut. Un protectorado francés (léase: colonia), el Líbano recibió una bandera de sus colonizadores franceses, cuyos colores coincidían con los de la bandera francesa y llevaba un cedro en el medio.

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El martes [N.d.T.: 1 de septiembre de 2020], se celebró el centenario del Gran Líbano con aviones de combate franceses dibujando en el cielo bandera libanesa actual, la embajada francesa repartiendo un «programa» al próximo gobierno libanés, y el Presidente de Francia, Emmanuel Macron, adoptando el rol neocolonial que estrenó durante su primera visita  unas semanas antes.

Si el primer esfuerzo colonial francés en el Líbano fue el resultado de acuerdos entre las potencias imperiales europeas, el segundo es culpa de una clase dominante que envió al país en una espiral de muerte, mientras intentaba maximizar su propio poder y riqueza.

Macron no tendría ninguna influencia si nuestra clase política no estuviera tan desesperada por un rescate, luego de desperdiciar, robar y contrabandear nuestros recursos, y causar una trágica explosión que destrozó el puerto y la capital del país.

El presidente francés llegó agitando una zanahoria y un palo frente a la cúpula política libanesa. La conclusión es que Francia está dispuesta a ayudar e invertir en el Líbano. Esta vez, su contundente crítica hacia la élite política está supuestamente respaldada por amenazas de sanciones contra sus principales miembros.

Aquellos en riesgo de posibles sanciones son políticos del más alto nivel, según un artículo de Georges Malbrunot de Le Figaro. Estos incluyen aliados de Francia de larga data, como Saad Hariri, y aquellos que buscaron refugio en Francia después de autoexiliarse para escapar al régimen sirio, como lo hizo la familia Aoun y sus aliados.

Es normal que el pueblo del Líbano se alegre con la noticia de que los activos extranjeros y las cuentas de los principales líderes de la oligarquía gobernante podrían ser congelados. De hecho, esta podría ser una manera de introducir dólares reales y necesarios a la economía libanesa.

Dejando de lado la fantasía, debemos tener cuidado de no aceptar tales sanciones cuando son fruto de una cruzada política. Según el informe de Malbrunot, Macron estuvo coordinando sus amenazas de sanciones con el presidente de Estados Unidos, Donald Trump.

Si bien esa parece una forma pragmática de desplegar la política exterior agresiva de Trump en el Líbano, más bien se basa en un idealismo esperanzador y no en una estrategia política realista. La política exterior de Trump no tiene un razonamiento moral o basado en la justicia, y Macron no debería dejarse engañar por expectativas.

Trump respaldó y forjó alianzas con políticos internacionales corruptos, autoritarios o directamente criminales. Pensar que sus sanciones afectarán a la élite política libanesa de manera justa suena más a un tonto cuento de hadas.

Independientemente de la política detrás de las sanciones, parecen haber logrado el impacto previsto. Los políticos que se han convertido en expertos en demoras y falta de acción, de repente actuaron rápidamente para designar como próximo primer ministro a Moustapha Adib. Éste fue embajador del Líbano en Alemania y antiguo asistente del oligarca Najib Mikati, ex primer ministro libanés y uno de los hombres más ricos del país.

El presidente Michel Aoun anunció el voto parlamentario obligatorio para designar a un primer ministro el día antes de la llegada de Macron y todos los bloques de los principales partidos políticos acudieron en masa al palacio presidencial para votar por el candidato. Adib era una persona desconocida para el arco político, excepto para las Fuerzas Libanesas que ya se presentaron como una fuerza política opositora.

Los medios locales citaron fuentes políticas afirmando que fue Macron quien nominó a Adib y luego «informó» al máximo líder libanés de la elección. Independientemente de la exactitud de la fuente, no hay ninguna razón lógica para creerle a Macron cuando afirmó no haber nominado o conocido a Adib. Especialmente, porque con gran seguridad pidió por la formación del gobierno sin cuestionar la nominación.

Saad Hariri, un antiguo rival de Mikati en el liderazgo político sunita, fue uno de los partidarios más entusiastas de Adib, y al parecer, habría forjado una sólida alianza estratégica con el antiguo jefe de Adib, Mikati. Uno se pregunta, en estos tiempos particulares, ¿qué une a dos de las familias políticas más ricas y, supuestamente, más corruptas?

Después de la renuncia del actual gobierno interino, escribí que el peor resultado posible sería una figura de la élite formando «un nuevo gobierno donde la mayoría de los oligarcas tienen su parte, bajo el pretexto de la ‘unidad nacional'». Desafortunadamente, ahora esto parece ser lo que está sucediendo.

Al ayudar a formar un gobierno de este tipo, Macron en realidad está proporcionando lo que quizás sea el último salvavidas viable para la élite política libanesa, y el sistema sectario de reparto del poder con el cual gobernó.

Sí, Marcon habló de la necesidad de un «nuevo contrato», pero cualquier financiamiento serio que reciba el gobierno libanés en el próximo período, inevitablemente, bombeará oxígeno al sistema capitalista nepotista y clientelismo sectario.

Macron no solo prometió una conferencia de donantes si se cumplían sus condiciones, sino que también reforzó directamente la credibilidad de la clase dominante sobre la base de las elecciones parlamentarias de 2018. Durante su visita previa, dijo que no podía alentar «el derrocamiento de toda la clase política», porque los miembros parlamentarios fueron elegidos y, por lo tanto, sus partidos tienen legitimidad democrática para gobernar. 

Lo que Macron ignoró en este enfoque es que los resultados de las elecciones de 2018 no tienen valor porque la situación es drásticamente diferente. Además, la gente se levantó contra las instituciones políticas y las facciones en octubre de 2019, produciendo una movilización que combinaba una escala y diversidad nunca antes vistas en la historia libanesa.

Más importante que la evaluación política de Macron es el impacto político de sus acciones y sus intenciones en el Líbano. En lugar de preguntarnos qué quiere Macron para el Líbano, deberíamos preguntarnos qué quiere del Líbano.

No es necesariamente interesante profundizar en el contenido de la lista de políticas recomendadas a nuestros políticos por la embajada francesa, ya que la mayoría de las propuestas y demandas fueron presentadas por diferentes grupos activistas durante los últimos años. Además, éstas cuentan con un enfoque esperado que enfatiza las «demandas liberales» relacionadas con la corrupción y la administración por sobre otras relacionadas con la justicia social y la redistribución.

En ese sentido, los remedios no son más que un umbral al que la élite política posiblemente pueda alcanzar sin perder la mayor parte de su poder. Las recomendaciones francesas no parecen prestar especial atención a las cuestiones relacionadas con la estructura de los sistemas económico y financiero, y el carácter sectario de la política y la administración.

Por último, la realización de «elecciones dentro de un año» también fue rechazada por Macron, porque dijo que no había «consenso» para la celebración de elecciones parlamentarias anticipadas.

Entonces, ¿si no altera el equilibrio entre riqueza y poder, en qué sentido la propuesta francesa es un «nuevo contrato»?

Por eso, la pregunta sigue siendo: ¿en qué está interesado Macron? ¿Qué lo motiva en este momento a dedicar tanta atención al Líbano? Hay pocas razones para dudar de los informes y análisis que afirman que el paquete de reformas de Macron también incluye, primero, facilitar a las empresas francesas la obtención de los contratos para la reconstrucción del puerto, entre otras inversiones públicas importantes, y segundo, el potencial control de las industrias e instalaciones que se privatizarán en un futuro cercano.

Esto es algo a lo que hay que prestar atención, especialmente, si la formación del gobierno avanza sin problemas y Macron realiza su próxima visita anunciada para diciembre.

La oligarquía libanesa no encuentra ningún problema en vender el país a cambio de permanecer en el poder mientras evitan pagar el precio. El pastel que representa el conjunto de los recursos estatales podría achicarse con la implementación de políticas de austeridad y la privatización a manos de empresas extranjeras, pero estoy seguro de que encontrarán la manera de compartirlo.

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Nizar Hassan es Magíster en Trabajo, Movimientos Sociales y Desarrollo por la SOAS University of London, investigador en Arab NGO Network for Development, y co-conductor del podcast The Lebanese Politics.

N.d.T.: El artículo original fue publicado por The New Arab el 3 de septiembre de 2020.

La crisis del Islam: en defensa de una discusión

Por Ziad Majed, Farouk Mardam Bey, Yassin Haj Saleh para Al Jumhuriya. 

Fuente desconocida

[Nota del editor: este artículo es uno de los dos publicados por Al Jumhuriya sobre la “Crisis del Islam”, seguido por el de Abdul Wahab Kayyali, titulado «La crisis del Islam: los musulmanes y la cuestión de la igualdad». Aquí se puede encontrar una versión en árabe de este artículo, mientras que Le Monde publicó una versión en francés].

Farouk Mardam Bey, Ziad Majed y Yassin Haj Saleh argumentan que el Presidente Macron no se equivoca al decir que el islam está en ‘crisis’, pero la crisis no puede separarse del autoritarismo y la violencia infligida a Siria, Irak y otros lugares en los últimos años, afirman.

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El asesinato el mes pasado del profesor de historia francés, Samuel Paty, envuelto en su atroz simbolismo, marca el último de una serie de actos terroristas perpetrados por jóvenes musulmanes franceses, o musulmanes residentes en Francia. Como suele ser el caso, inflamó las emociones a tal extremo que hizo imposible durante días o incluso semanas tener una conversación razonable sobre el islam y otros temas relacionados.

Nosotros, como intelectuales laicos, comprometidos con la democracia, descendientes del Levante árabe y de una herencia de la que el islam fue y sigue siendo un componente esencial, estamos obligados a afirmar, en primer lugar, que la comunicación entre diferentes sujetos y el dificultoso análisis de problemáticas complejas es la única clave para desarmar la militarización cultural e ideológica propugnada por nihilistas islamistas como fueron los asesinos de Samuel Paty, tales como Abdullah Anzorov y otros tanto como él. Cuanto más estos sujetos logran profundizar las fronteras que separan a las comunidades musulmanas del mundo que las rodea, más sus ideologías crecen y prosperan.

En segundo lugar, afirmamos que esta militarización cultural e ideológica no solo se limita a estos nihilistas islamistas. Muchos en Occidente juegan el mismo juego e incluso animan a los islamistas a seguir jugándolo. Esto es así porque ellos también buscan profundizar las actuales fronteras y vivir en fortalezas robustecidas, indiferentes a todo lo que sucede a su alrededor y en los márgenes de sus propios asentamientos ideológicos.

Lamentamos expresar que percibimos un odio creciente hacia el mundo, nuestro mundo compartido, así como también por los valores de justicia, tolerancia e igualdad. Tanto en el mundo musulmán, como en las sociedades estadounidense y europea, y ni hablar de Rusia, India, China, Brasil. Este en un momento clave para el establecimiento de una solidaridad en la comunidad global, puesto que sería la forma más eficaz de abordar problemas para los que no existen soluciones locales, como son los problemas medioambientales, el cambio climático, las pandemias, la hambruna y la migración.

El planeta actualmente, en toda su inmensidad, diversidad y unidad, representa el interés público de la humanidad en su conjunto. Y se encuentra en una crisis profunda: una crisis de falta de dirección y una falta de propósito para unir a las personas. Los musulmanes y su religión son parte de este mundo; están presentes en él, y la humanidad está presente en ellos. De ahi que, el Presidente francés no se equivoca al decir que el islam está en crisis. Los mismos intelectuales musulmanes lo vienen diciendo desde hace generaciones. Sin embargo, lo que se olvidó de agregar fue que el mundo entero está en crisis y que la crisis del islam —encarnada en el surgimiento de un nihilismo violento que aborrece al mundo— se ve exacerbada por el crecimiento de las corrientes populistas, nacionalistas, extremistas y racistas, que no parecen más preocupadas por este mundo que los nihilistas islamistas.

Que la víctima, Samuel Paty, fuese profesor de Historia nos llama a recordar la historia detrás de este nihilismo islamista responsable del crimen. En su manifestación más violenta, nació en Afganistán a principios de la década de 1980, cuando Estados Unidos buscó convertir ese pobre país en un Vietnam para la Unión Soviética que lo había invadido y ocupado, sólo unos años después de la paralela invasión estadounidense a Vietnam. En ese momento, los servicios de inteligencia de Estados Unidos y Pakistán se aliaron con el capital proveniente de Arabia Saudita y su doctrina wahabista, una forma puritana del Islam salafista sunita que hasta ese momento había estado confinada al Reino de Arabia Saudita. Esta alianza se produjo con el fin de atraer, capacitar y equipar a jóvenes musulmanes de todo el mundo para llevar a cabo actos de violencia y el consecuente estado de guerra.

Paralelamente, la República Islámica de Irán, establecida a raíz de la revolución de 1979, estuvo exportando su propia ideología totalitaria a las diversas comunidades oprimidas en todo el Medio Oriente. De esta manera, colisionaba cada vez con mayor frecuencia con sus rivales regionales e internacionales y alentaba así el crecimiento del fundamentalismo chiita en paralelo con su homólogo salafista sunita. Más tarde, la invasión y ocupación de Irak en 2003 con los falsos pretextos de que Saddam Hussein tenía armas de destrucción masiva y vínculos con Al Qaeda, que había llevado a cabo el icónico ataque terrorista contra Estados Unidos dos años antes, ofreció un terreno fértil para el renacimiento del yihadismo nihilista. En dicho contexto, un Irak ocupado, con sus infraestructuras completamente devastadas y una sociedad en pedazos después de décadas de la tiranía de Saddam e interminables guerras, constituyó un entorno ideal para atraer a esos nefastos personajes. Más aún, una década más tarde la situación empeoraría aún más con la destrucción de la sociedad siria a manos del régimen de Asad, con la ayuda de sus aliados iraníes y rusos. En definitiva, esto conduciría a la proclamación del «Estado Islámico de Irak y el Levante» o EIIL que abarcó las humeantes ruinas de Siria e Irak.

En su forma más bélica y política, el nihilismo islamista aparece cada vez que se clausuran los sistemas políticos y se despoja a las sociedades civil del control de su propia existencia. Si la religión es el espíritu de situaciones carentes de espíritu, como dijo Marx, entonces en el contexto islámico contemporáneo es la política de las condiciones apolíticas. En otras palabras, el empobrecimiento político va de la mano al islamismo, donde lo primero tiene mayor significado que lo último. Del mismo modo, la posesión de las armas políticas por parte de la población, junto con el derecho a organizarse, manifestarse y protestar son los medios ideales para enfrentar al nihilismo islamista y su odio por el mundo.

En cambio, lo que continuó sucediendo durante décadas, llegando al día de hoy en el Medio Oriente es precisamente todo lo contrario. Desde la década de 1990, y especialmente desde el 11/9 las potencias más influyentes del mundo diagnosticaron al terrorismo como el principal mal político. Esto llevo a una securitización global de la política, basada en regímenes que utilizan la tortura, el debilitamiento de la democracia y la disminución del estado de derecho, consecuencias que vemos comúnmente hoy día. Dos décadas después de la ‘Guerra contra el Terrorismo’, el mundo es menos seguro, se reforzaron los odios colectivos y la guerra no permitió ni las demandas civiles de justicia ni creó tribunales locales o internacionales para ofrecer reparación a las víctimas del terrorismo en países como Siria, Irak y otros. La justicia fue un dominio exclusivo de ciertas víctimas occidentales. Generalmente tomaron la forma de asesinatos en venganza por los caídos, llevados a cabo por comandos especiales, aviones de combate o drones, en los que Occidente fue literalmente juez, jurado y verdugo.

Cierto es que la ostensible guerra contra el terrorismo no fue una guerra en absoluto. Estuvo más cercana a la definición de tortura, por lo que no debería sorprendernos al encontrar Estados torturadores como el de Asad entre sus socios, junto con el régimen de Abdel Fattah Al Sisi de Egipto,  el gobierno de Myanmar —implicado en el genocidio contra el pueblo musulmán rohingya— o el gobierno sectario y nacionalista de Modi en India. Tampoco debería parecernos extraño que el régimen chino coloque a un millón de musulmanes en campos de ‘rehabilitación’ que recuerdan a las tradición estalinista o a la de Pol Pot en Camboya. Así como tampoco debería extrañarnos que ex ‘terroristas’ laven su reputación al participar en esta ‘Guerra’ contra los ahora terroristas islámicos, ni que la ocupación colonial israelí y el régimen de apartheid en los territorios palestinos busquen refugio bajo la misma consigna de luchar contra el terrorismo. No hay ningún asesino, gobernante corrupto o criminal que no pueda ser bienvenido de nuevo en el redil mientras se asocien con Occidente en su ‘Guerra contra el Terrorismo’, mientras ‘terror’ remita solamente a la variante islamista.

Como lados opuestos de la misma moneda, el islam se enfrenta a dos grandes problemáticas interrelacionadas en el mundo actual. El primero es el nihilismo islamista, que elevó el nivel de crueldad dentro de las sociedades musulmanas ya violentas en todo el mundo. El segundo es la intolerancia contra los musulmanes en sus diversas formas y grados. Un mundo sin dirección ni propósito no puede ver una cara de esta moneda sin ignorar la otra, exactamente como lo hacen los propios islamistas. Esto presagia un futuro de aún más crueldad por venir. La islamofobia o el fanatismo antimusulmán arraigado en una larga historia de conquista y colonialismo, no ayuda a enfrentar el nihilismo islamista. El nihilismo islámico —un movimiento esencialmente menor que no representa a la mayoría de los musulmanes— tampoco es de ninguna ayuda para enfrentar la islamofobia. Por el contrario, los nihilistas islamistas se sienten completamente cómodos en contextos de discriminación contra los musulmanes. Necesitan esos sentimientos de agravio y victimización, porque ellos mismos no tienen nada positivo que ofrecer al mundo.

Nunca es demasiado tarde para un pensamiento crítico más claro que presente la cuestión islámica y su crisis como una faceta más de una crisis global, una crisis que se vuelve menos tratable cuanto más se demora su cura. Hacemos un llamado a nuestros colegas y contrapartes en Francia, Europa, Occidente y el mundo en general para que reflexionen sobre la crisis de un mundo sin alternativas ni conducción, sin perspectivas ni esperanzas, y para trabajar en la creación de un principio de responsabilidad global que resista la exclusividad racista y las afirmaciones de superioridad étnica o religiosa.

Nunca hemos deseado ser portadores de constantes malas noticias, pero los peligros que enfrenta el mundo en la actualidad no nos dan ninguna razón para descartar la posibilidad de que ocurran cosas peores. Esperamos —para que esa posibilidad se vea frustrada—, que otros tampoco la descarten. Es que tenemos razones para saber que lo ‘peor’ no avisa antes de llegar.

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El PhD. Ziad Majed es profesor asociado de estudios de Oriente Medio en la Universidad Americana de París y autor de libros que incluyen “Syria: The Orphaned Revolution” (2013), entre otros.  

Farouk Mardam Bey es editor franco-sirio y autor de libros que incluyen “Itineraries from Paris to Jerusalem: France and the Arab-Israeli Conflict” (1992), coescrito con el difunto escritor Samir Kassir.

Yassin Haj Saleh es escritor político y ex detenido político por su crítica de izquierda, centra sus estudios en la evolución de la política y conflicto sirios, y análisis críticos de la cultura islámica contemporánea.

N.d.T.: El artículo original fue publicado por Al Jumhuriya el 12 de noviembre de 2020.

Discutiendo la libertad de expresión, la tolerancia y el secularismo

Por Azmi Bishara para The New Arab

Las burlas hacia el profeta en el espacio público son sólo una provocación [Getty]

En estos tiempos difíciles, es arduo tener una conversación fructífera sobre ciertos temas, especialmente, cuando aparecen ciertas formas incendiarias mediante las cuales los políticos, jugando a demagogos, explotan temas como meros clichés o sencillos lemas en sus discursos. Esto, además, en un escenario público cargado de emociones y tensiones, sólo se presta a una mayor propagación de la demagogia. Sea esto resultado de la competencia electoral entre los partidos de centro derecha y de extrema derecha en Francia o debido a disputas internacionales más amplias —particularmente, aquellas alrededor del Mediterráneo, ese pequeño mar que conecta y separa simultáneamente a los musulmanes de Europa—, este es el contexto actual para cualquier investigación sobre conceptos tales como la libertad de expresión, la diversidad, el secularismo y la blasfemia.

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El asesinato de Samuel Paty, el 16 de octubre por el migrante checheno Abdullah Anzurov, no es el primer incidente que desencadena estos debates dentro de una atmósfera que entorpece un diálogo significativo. Sin embargo, adquirió nuevas dimensiones debido a la implicación directa del Presidente francés Emmanuel Macron en el asunto, iniciada con su discurso del 2 de octubre, unas dos semanas antes de que ocurriera el asesinato. En él se refirió a «Una religión en crisis a lo largo del mundo», en un incorrecto uso terminológico. 

Este erróneo uso tuvo lugar en múltiples situaciones —actuando como un intelectual quien sermonea—,  como si eso fuera un requisito del liderazgo francés. En realidad, como la mayoría de los políticos, sólo intentó dominar los espacios de poder y aprovechar las actuales circunstancias. 

En un intento por ganarle electores a la extrema derecha, Macron habló negligentemente, combinando las críticas al extremismo con las críticas al Islam fundamentalista y la crisis de ciertos musulmanes, con una crisis del Islam. De hecho, aunque se dirigió a los ciudadanos de Francia, también había ciudadanos musulmanes escuchando al mismo tiempo, y ellos no apreciaron esta yuxtaposición, ni la predicación arrogante, ni toda su postura.Él es el jefe de un Estado y su trabajo no es evaluar el islam, ni el cristianismo, ni ninguna otra religión.

En las últimas décadas, las complejas relaciones en torno al Mediterráneo producen un fenómeno cada vez más común: el entusiasmo por un tipo de laicismo distorsionado, por demostrar la libertad de expresión insultando al Profeta del islam o buscar la fama provocando a otros. Esta obsesión por la personalidad del Profeta, por difamar o informar acerca de “hechos” sobre él fuera de su contexto cultural e histórico, tiene una larga pero marginal historia en la cultura europea —No tanto una historia secularista, como una que se acumuló sobre siglos de conflicto y guerra—. Sin embargo, en el contexto de las redes sociales y una cultura populista, estas ideas tienen una circulación mucho más amplia y rápida de lo que cualquier publicación falaz, pero con un número limitado de lectores, hubiera podido tener antes. 

No cabe duda de que la libertad de expresión es uno de los pilares de la democracia liberal, basada en la aceptación del pluralismo. Teóricos liberales como John Rawls rastrean los orígenes del pluralismo —erróneamente, en mi opinión— hasta la tolerancia religiosa producto de las lecciones aprendidas de las guerras religiosas. De hecho, aunque este es el origen del Estado moderno y su voluntad de aceptar un cierto grado de pluralismo religioso, no es el origen del verdadero pluralismo democrático. Aunque esto sea correcto desde el punto de vista histórico, no se basa en la lógica de la democracia actual (es decir, la lógica de su autojustificación y su autoreproducción), sino más bien en los mismos cimientos sobre los que se fundamenta la democracia liberal contemporánea.

Esta se basaría en tres principios. En primer lugar, la igualdad moral entre los ciudadanos como sujetos capaces de emitir juicios sobre el bien, el mal, y sobre sus intereses. En segundo lugar, el derecho a participar en la autodeterminación mediante elecciones libres, algo que no puede ejercerse sin garantizar la libertad de expresión. En tercer lugar, las restricciones a la arbitrariedad del poder, algo que tampoco es posible sin la libertad de expresión y la libertad de pensamiento crítico, además del rol principal que ocupa la cooperación mutua de las autoridades.

En cualquier caso, independientemente de las múltiples reflexiones en este ámbito, existe una diferencia entre el pluralismo democrático, en su forma ideal, y la tolerancia derivada de una herencia religiosa específica. Este es un tema que no se puede discutir sin entrar en algunos detalles, pero veremos más adelante un aspecto clave en esta distinción: el pluralismo democrático no sustituye a la tolerancia religiosa o de otro tipo, puesto que esta no consiste simplemente en respetar las opiniones de los demás, sino también en respetar la dignidad de los demás, sin que la ley imponga o prohíba el acto de tolerancia.

El pluralismo democrático no sólo tolera la diversidad de opiniones, gustos, tendencias ideológicas, religiones y partidos políticos, sino que también protege el derecho a la autoexpresión pública, considerándola neutral entre todas. Pero la democracia no se debe a sus propios principios, sino que las democracias liberales ponen límites a la libertad de expresión, a pesar de esta neutralidad. Esto se explica a menudo con el ejemplo de la difamación, un discurso falso que inflige daño injustamente, una ofensa que se percibe hacia otros. No entraré en la definición de difamación aquí, ya que esta difiere entre los diversos sistemas legales. A su vez, las democracias también distinguen entre discursos permisibles y prohibidos, por ejemplo, cuando se trata de incitar a la violencia o al asesinato. Algunos países con antecedentes de discriminación racial no toleran la incitación racial, es decir, hacer generalizaciones negativas sobre todo un grupo demográfico. Sin embargo, esto a menudo no incluye las generalizaciones sobre el Islam y los propios musulmanes.

En Francia está prohibido por ley el negacionismo del Holocausto. Intelectuales e incluso renombrados investigadores fueron penados, no porque negaran este terrible suceso, que fue verdaderamente un crimen de lesa humanidad, sino porque se atrevieron a discutir sobre el asunto. Más recientemente, Macron, en un discurso el 19 de febrero de 2020 (en el cementerio de Katsnayim al este de Francia), trató de equiparar la criticas al sionismo y el antisemitismo como introducción a la deslegitimación de las justificadas preocupaciones que muchos judíos tienen contra el movimiento nacionalista colonial, que se dedica a prácticas racistas, que colonizó y sacó a los habitantes de Palestina.

La defensa de Macron de la libertad de expresión es selectiva. Esta presumida defensa de la democracia es, de hecho, todo lo contrario, ya que, simplemente, está librando batallas políticas. Esto es claramente visible en sus relaciones exteriores. El Presidente francés desempeñó el papel de puente entre el dictador Abdel Fattah El Sisi y Europa. Entonces, Macron puede afirmar que su misión es defender la democracia en Francia, pero este no es el caso para con Egipto, porque el hecho de otorgar legitimidad internacional a un dictador que reprime toda voz disidente no es un indicativo de que le interese la libertad de expresión en las sociedades musulmanas.

Es más, existen límites a la libertad de expresión incluso definidas por la democracia francesa, aunque las disímiles fuerzas y corrientes del pensamiento francés difieren en torno a estos límites. Dañar las santidades religiosas de otros es a menudo posible en las democracias liberales, que no reconocen los límites de dañar las sensibilidades de otros, puesto que definir límites en este aspecto puede ser extremadamente difícil. Las acusaciones de la blasfemia pueden utilizarse arbitrariamente para soslayar reflexiones legítimas con el pretexto de proteger los sentimientos religiosos, por ejemplo. En todo caso, aunque la democracia no prohíbe denigrar a un profeta, fundador de una religión seguida por más de mil millones de personas —quienes lo reverencian, valoran, y lo consideran un símbolo de buena conducta a imitar—, evidentemente, esto expresa a la vez un ataque y no es un ejemplo común de libertad de expresión.

Este tipo de prácticas puede permitirse en una democracia liberal, aunque afecte las sensibilidades de millones tanto de ciudadanos como de no ciudadanos, pero sólo como prácticas detestables utilizadas por extremistas. No se les destina un espacio público para tal abuso, porque esto equivaldría a su aceptación y tolerancia, resultando en una posterior normalización. Estas opiniones o corrientes de pensamiento son la opinión de una minoría, a la que se considera inaceptable. Sin duda, es cierto que la democracia francesa no impide la blasfemia. No obstante, esto no exime a Francia de la responsabilidad de educar contra estas prácticas y de tratarlas en los medios de comunicación como un fenómeno negativo y, al mismo tiempo, justificar el hecho de no impedirlas bajo el pretexto de evitar reducir la libertad, que, en consecuencia, podría verse más limitada en el futuro. 

Sin embargo, esto no es excusa para sentirse orgulloso o disfrutar de un comportamiento blasfemo hacia cualquier religión. Porque esto no es parte ni del secularismo ni de la Ilustración. La Ilustración francesa, cuyas ideas muchos de nosotros hemos estudiado, no fue a menudo hostil hacia la religión en sí misma, sino que fue contraria a la hegemonía religiosa, su interferencia en la política y su superposición con la monarquía. Fue claramente crítica y contraria al clero que difundió mitos para controlar al campesinado, según los supuestos de los filósofos del siglo XVIII. No obstante, los movimientos antirreligiosos fueron marginales en el movimiento de la ilustración y no adoptó la forma de sátira hacia Jesús o del profeta Muhammad. Las discusiones sobre religión, creencias, fieles y el clero son unas de las bases del movimiento de la Ilustración desde su enfoque crítico y racional.

La sátira hacia los profetas en la esfera pública es sólo una herramienta de provocación. La provocación puede considerarse plausible en el arte y en la literatura de un país en particular, pero en ese caso, las obras literarias y artísticas a menudo ridiculizan las santidades de su propia cultura, mientras que la sátira de las santidades de otras, y la imposición de estándares aceptables e inaceptables de una cultura sobre otra cultura, pueden provocar sensibilidades que chocan con las cuestiones de identidad, dignidad, etc. Especialmente, cuando la relación histórica entre sujetos de dos culturas disímiles es compleja e incluyen un pasado de relaciones de poder y superioridad.

Aquellos a quienes les pido que demuestren comprensión tienen derecho a esperar que los seguidores de la cultura que deben respetar también muestren respeto por otras religiones —es decir, que insultar a otros religiones desde los púlpitos sea completamente inaceptable—. Ésta es una de las muchas formas de tolerancia. En mi opinión, lo anterior es una cuestión diferente al pluralismo y la libertad de expresión. La tolerancia a veces requiere que un sujeto no siempre deba expresarse, sino que debe retener su expresión sin ser forzado por nadie, incluso, si el principio de libertad de expresión permite tal locución.

Si bien el laicismo tomó una forma particularmente extrema y rigurosa en Francia después de la Tercera República, en términos de su perspectiva sobre el desarrollo de la religión y su papel en la esfera pública, comparte características fundamentales con el resto del laicismo clásico. Esto es la negativa del Estado y sus instituciones gubernamentales de imponer una religión oficial e imponer una determinada creencia en sus estatutos, así como prohibir la injerencia del Estado en cuestiones de creencias y todo lo relacionado con la conciencia personal. En definitiva, la esencia del secularismo es su neutralidad en asuntos religiosos.

En la actualidad, en Francia persiste un debate sobre si se debe permitir que la religión surja en la esfera pública. En mi opinión, la respuesta es afirmativa, puesto que, al menos, es otra forma de libertad de expresión, y, entonces, evitarla sería una contradicción de los valores del secularismo. De lo contrario, el laicismo se convierte en una ideología impuesta desde arriba por el Estado, como alternativa a toda religión. De ahí que la religión no puede prohibirse en la esfera pública. 

De hecho, la mayoría de los países democráticos no lo hacen, pero aun así logran prohibir discursos religiosos nacidos de organizaciones políticas que buscan intimidar y/o avergonzar a quienes se consideran ateos, e imponerles cierta conducta religiosa. El Estado debe estar consolidado y neutralizado tanto contra la imposición de ciertas ideas religiosas, como contra la prohibición de religiones o creencias. Los movimientos religiosos o sectas que no están de acuerdo con estos parámetros terminan siendo movimientos antidemocráticos, al exigirle a la democracia lo que en principio no puede aceptar. Sin embargo, este es otro tema y, en concreto, la mayoría de los musulmanes están integrados en la vida pública de países democráticos a los que emigraron: son fieles que practican su religión, trabajan y contribuyen en las sociedades en las que viven, viviendo su vida personal como todos los demás.

La democracia francesa como otras democracias alrededor del mundo, tienen el derecho y el deber de defender y de proteger a la sociedad en su conjunto de quienes cometen actos delictivos en nombre de la religión o de cualquier ideología secular o religiosa. Es más, investigadores o académicos pueden concluir que los grupos extremistas que cometen delitos contra civiles en nombre de la religión están en crisis, o que su percepción de sociedad está en crisis. Pero no es trabajo de un Jefe de Estado determinar si el islam, el judaísmo o el cristianismo están en crisis. 

No recuerdo que ningún Jefe de Estado musulmán, independientemente de la naturaleza de su régimen, haya manifestado en un discurso que el confucianismo está en crisis por los crímenes cometidos en China contra los uigures; que el budismo está en crisis después de que se demostró que se estaba llevando a cabo una política de limpieza étnica y crímenes contra la humanidad contra los rohingya, o que el judaísmo está en crisis como resultado de las prácticas en Palestina llevadas a cabo por Israel en nombre de la religión judía basada en promesas bíblicas.

¿Qué diría la población si los palestinos y árabes, o específicamente los funcionarios de gobierno, atacaran al judaísmo o la Torá, utilizando los versos que se esgrimen para justificar la opresión de los palestinos? La lógica del comportamiento del Presidente francés cuando habló de una crisis en el islam no fue parte de un raciocinio secular. Las sociedades musulmanas pueden experimentar dificultades, incluso crisis, como otras sociedades, pero esto no es una justificación para que un Jefe de Estado diagnostique la condición del islam en su conjunto.

El islam es una religión mundial, seguida por más de mil millones de personas, representando  una diversa civilización. Simplemente no es correcto que un Jefe de Estado intente ganar electores de extrema derecha con un discurso tan superficial y generalizador.

No hay duda alguna de que el asesinato del maestro Samuel Paty fue un crimen atroz. De hecho, no sabemos mucho sobre sus opiniones ni ideas, ni por qué quiso presentar en su aula este ejemplo de libertad de expresión a sus alumnos, pero su asesinato sigue siendo un crimen y debe ser condenado, no con timidez, y sin un «pero», puesto que el uso del  «pero» a menudo va seguido de justificaciones del delito. Asimismo, los musulmanes en cualquier parte del mundo no son responsables del comportamiento del joven que decidió asesinar a este maestro. Es más, no está permitido justificar un asesinato, por más que en otros países los musulmanes estén sufriendo o que en otras épocas hayan sufrido por el mandato francés. Se pueden estudiar los antecedentes, las condiciones sociales y las ideas del joven, pero él es el único responsable de su crimen siempre que sea consciente de lo que hizo. Dicho joven no consultó a los «musulmanes» sobre lo que había hecho, ni el «islam» fue responsable de esto. El islam es, definitivamente, inocente.

La respuesta a cualquier discurso es el habla, y la burla se responde con sátira, ya sea en el ámbito público o privado.Algunos de los que están seguros de sus creencias pueden incluso optar por simplemente no responder, ya que no todos los discursos merecen una respuesta, y yo creo que incluso las caricaturas del profeta que se imprimieron en un periódico danés no necesitan ocupar a toda una sociedad. El profeta merece una defensa, pero el pintor no merece manifestaciones. Hay muchas otras razones para protestar en el mundo islámico además de los cuadros dibujados por un pintor desconocido (del cual no mencionaré su nombre). Sin estas protestas públicas, nadie fuera de sus lectores inmediatos habría conocido su nombre. Es decir, aquellos que cometen tales actos que faltan al respeto a la integridad de la religión no merecen las muchedumbres y su curiosidad, sino que merecen simplemente ser ignorados. Así es como deben comportarse los ciudadanos de una civilización estable si realmente confían en sus propias identidades, en lugar de responder a un insistente provocador saliendo a las calles de a miles y convirtiéndolo en una «estrella».

Podemos recordar al perturbado predicador estadounidense, a quien tampoco nombraré, que amenazó con quemar el Corán, provocando una sentada mediática frente a su casa, aparentemente esperando el acto en sí. Pero, fundamentalmente, es deber del gobierno de un Estado determinado educar y denunciar estos actos, así como es su deber educar y condenar el racismo, en lugar de, simplemente, señalar que se trata de libertad de expresión. No es cierto que un Estado democrático sea neutral en todo lo relacionado con la libertad de expresión, si es que esa libertad realmente existe.

Sin embargo, lo que se dijo tras el atroz asesinato de Samuel Paty fue más allá de la neutralidad. Explotó una solidaridad con la víctima que terminó por mostrar las ofensivas imágenes como modelo y consagrar así la libre expresión. En un movimiento malicioso, las imágenes incendiarias migraron de un aula cerrada a las paredes de los edificios gubernamentales. Independientemente de las intenciones iniciales, el resultado de este truco fue transformar esas imágenes de una anomalía en algo normalizado, que terminó por enfurecer a todo el mundo islámico.

Incluso los orgullosos secularistas deben ser capaces de comprender que los símbolos fundamentales de las religiones representan la base de una cultura identitaria de grupos religiosos, e incluso no religiosos, en todo el mundo. Sin duda, la gran mayoría de ellos no aprueba el extremismo ni el asesinato en respuesta a un discurso ofensivo, condenas a otros o la violencia política en general.

No obstante, algunos no logran comprender el insulto premeditado de sus símbolos religiosos sagrados y lo consideran un ataque deliberado a su dignidad. Seguramente, incluso aquellos de limitada inteligencia deben darse cuenta de que difundir esta forma de «expresión» en las paredes de los edificios gubernamentales desencadenará una serie de acciones y respuestas que no pueden conducir a ningún bien común. En definitiva, es imperativo romper este ciclo de maldad lo más rápido posible.

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Azmi Bishara es un intelectual y escritor político palestino. Doctorado en filosofía, y actualmente Director General del Centro Árabe de Investigación y Estudios de Políticas. Bishara recibió el premio Ibn Rushd a la libertad de pensamiento en 2002, y el premio Global Exchange Human Rights en 2003.

N.d.T.: El artículo original fue publicado por Middle East Institute el 1 de noviembre de 2020.